Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
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Identificación

La Riada por D. Cándido M. Trigueros

Cándido María Trigueros
1784

Resumen

Los últimos días de adviento de 1783 y los días de cuaresma del siguiente año hicieron testigo a la ciudad de Sevilla de un evento metereológico de relevante magnitud. La ciudad del Guadalquivir veía cómo el río se desbordaba a causa de un copioso y persistente diluvio que tuvo inicio en los últimos días del año y recobró sus fuerzas en abril de 1784. Francisco de Borja Palomo relató en Memoria histórico-crítica sobre las riadas, o grandes avenidas del Guadalquivir en Sevilla (1877) la crónica de este atentado hidráulico contra la ciudad Hispalense. Con las primeras amenazas de lluvia, el barrio de Triana quedó anegado, siendo altamente dificultosa su comunicación con el resto de la ciudad. Los suelos de algunas casas resultaron inservibles por la persistente caída de agua, la cual produjo, según cuenta el cronista, que los husillos de presas y compuertas no pudieran retener el torrente que, con la ayuda de los vecinos, fue contenido con más de un centenar de colchones domésticos. La ciudad sevillana fue transitada con barcas y canoas, permitiendo así un recorrido desolador por una de las ciudades con mayor actividad comercial de la España del siglo XVIII.

Este evento, que todavía pervive en el imaginario de la historia de la ciudad, dio oportunidad a un poeta, Cándido María Trigueros (1736-1798), para componer un poema épico que narrase el esfuerzo colectivo de los habitantes de la ciudad contra la inclemencia del temporal. El poema, titulado La Riada, fue publicado en la misma ciudad en 1784, con una dedicatoria dirigida al Secretario de Estado, el Conde de Floridablanca, en agradecimiento y alabanza por su interés en la situación de Sevilla, localidad en la que el poeta había residido durante largo tiempo alcanzando el distintivo de miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. A la dedicatoria le sigue un texto prologal titulado «Al que leyere», donde el autor relata los motivos que le llevaron a la composición de un poema épico y, especialmente, al porqué de sus características poéticas. 


Se trata de un prefacio con un receptor y un objetivo determinados: la protección de su poema por medio de una justificación y discusión de nociones de poética para confutar la esperada, y temida, reacción de la crítica. La composición de un poema épico seguía siendo por aquel entonces una preocupación para teóricos, críticos y poetas. En las discusiones literarias era todavía uno de los temas de discusión; también era una de las causas de confrontación. Siendo un miembro activo en la República de las Letras, Trigueros era conocedor de los aspectos que motivaban aquellos debates literarios y, por ello, justificó los rasgos poéticos de su poema.

En primer lugar, el poeta manifiesta su descontento con la intransigencia del juicio de críticos y filósofos quienes en sus valoraciones formulaban verdaderos ataques ad hominem, en lugar de limitar su análisis a cuestiones estilísticas y literarias. Sostiene que los verdaderos genios épicos siguieron la norma de su propio juicio, entre los que cita a los antiguos Homero y Virgilio, y también a los modernos Ariosto, Camoes, Tasso, Milton, e incluso a contemporáneos como Voltaire y Klopstock. La heterogeneidad de sus referentes épicos comulga con un discurso que veladamente reclama la liberación de la restringida composición poética. Es por ello que considera acertado la construcción de su fábula por medio de deidades que no fueron utilizadas por los autores antiguos, quedando traducida la inundación de la ciudad de Sevilla a un mitológico cruce de amores y celos entre Hispalis, Júpiter, Juno y Betis. En segundo lugar, Trigueros justifica su poetización mediante figuras alegóricas por no compartir los elementos mágicos y maravillosos de la épica cristiana de Tasso, Milton o Voltaire. Su poética se aproxima, por tanto, más a la de Homero o a la del Mantuano, así como su temática. Por esto último, elabora su defensa frente a posibles denuncias ante su falta de originalidad en la invención por haber basado el diseño de su poema en las tempestades y tormentas de aquellos poetas.

Junto a las nociones de poética discutidas, Trigueros apela a la gravedad de los críticos explicando en calidad de poeta cómo se ha de entender la correcta imitación de los autores épicos. Solicita asimismo que se evalúe la exagerada autoridad que se ha otorgado a los cánones y a las reglas y sostiene que la razón por la que no se componen poemas épicos de relevancia en ninguna lengua es debido al fanatismo de los críticos, y, como aspecto de mayor modernidad, defiende cómo la crítica debe flexibilizar y tolerar nuevas formas poéticas.

Este prólogo, más próximo a ser un anticipado discurso de defensa, recibió meses después una dura respuesta. Juan Pablo Forner publicó bajo el pseudónimo de Antonio Varas una Carta en la que reprobaba con su habitual dialéctica los rasgos poéticos del poema épico La Riada.

Descripción bibliográfica

Trigueros, Cándido María, La Riada por D. Candido M. Trigueros; descríbese la terrible inundación que molestó a Sevilla en los últimos días del año 1783, y los primeros de 1784, Sevilla: Oficina de Vázquez y Compañía, 1784. 
xxvi pp., 115 pp.; 4º. Sign: BNE U/3306.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000086516

Bibliografía

Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado: Cándido María Trigueros, Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1987.

Iriarte, Tomás, Carta de Tomás de Iriarte a Cándido María Trigueros, ensalzando el nuevo poema de éste, «La Riada», Madrid, 28 de mayo 1784 [Manuscrito], BNE RES/227/5.

Trigueros, Cándido María, Carta de agradecimiento de Cándido María Trigueros a Tomás de Iriarte, por el elogio de su obra La Riada. Sevilla, 12 de junio de 1784 [Manuscrito], BNE MSS/12977/12.

Cita

Cándido María Trigueros (1784). La Riada por D. Cándido M. Trigueros, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<https://www.bibliotecalectura18.net/d/la-riada-por-d-c%C3%A1ndido-m-trigueros> Consulta: 19/04/2024].

Edición

AL QUE LEYERE

Cuando admití el encargo de escribir una relación que informase en verso de todos los acontecimientos de la Riada, que tanto molestó a Sevilla en los dos últimos dáas del año 1783 y los dos primeros de 1784, le admití también de hacer la tal relación con la mayor prontitud posible, a fin de que no se publicase cuando ya estuviese pasada la idea de los estragos que ocasionó. A estas dos condiciones me sujetó la admisión de este encargo.

Una relación uniforme sin el encanto que franquean las gracias y las musas con sus adornos poéticos, me pareció que sería no solamente monótona, pero también horrorosa y yo pensé que debía aspirar a que no fuese más que terrible.

Para conseguir esto, no se me previno otro medio que intentar componer un rigoroso poema épico, pero semejante poema sin fábula, ¿es un imposible o una contradicción?

Pensé, pues, en forjar una fábula. En ella introduje personajes reales y épicos, asigné caracteres a unos y a otros, medité la acción, distribuí su entablamiento, enlacé y desenlacé y lo sujeté todo a las unidades y demás circunstancias que juzgué esenciales a la epopeya y encontré usadas por los mayores poetas, y aprobadas por los más delicados y juiciosos críticos y filósofos.

Homero, Virgilio, el Marqués de Ferney, Tasso, Ariosto, Camoens, Milton, Klopstock [1] se enderezaron a un propio fin por diversos caminos: ni los unos tuvieron las gracias de los otros, ni todos observaron en todo unas mismas reglas, ni todos usaron de unos mismos privilegios.

Estos grandes genios, superiores a las observaciones pedantescas y críticas a que llaman cánones o reglas, serían degradados si tomasen otra norma para la composición de su cuadro que la misma naturaleza de su asunto y el fondo de invención y expresión a que las fuerzas del espíritu de cada uno alcanzan.

Este primitivo privilegio de los talentos pintorescos que les fue concedido por el mismo autor de la naturaleza, y no por algún pedagogo crítico, por algún charlatán superficial, o por algún caústico pedante, será siempre la única norma de los que aspiren a un nombre digno de memoria. Y es tan esencial y provechoso este privilegio  que no he querido yo renunciarle.


La recia razón, la naturaleza del asunto y el objeto del escrito, han sido las principales reglas que me han servido de guía.

No he creído que haría bien si alargase mi poema extraviándome en episodios o recargando de erudición mis raciocinios, mis diálogos, mis relaciones. De este medo le he ceñido a solos seis libros, o cantos, si quisieren llamarlos así, cada uno de los cuales es más corto que los de los más sencillos poemas anteriores.

Imitando de este modo, cuanto yo puedo, los grandes modelos, y no olvidando las observaciones de los que suelen conocerse por maestros, he cuidado, no obstante, de que La Riada y sus remedios sean el principal preceptor de mi imaginación.

En la racionalidad y verisimilitud poética del plan, en la dignidad de los pensamientos, en la energía de la expresión y en la verdad y abundancia de las imágenes he creído hallar la ley general a que deben conocerse sujetos todos los talentos y todos los asuntos y, en cuanto alcanzan mis fuerzas, he procurado no quebrantar esta primera ley.

No temeré haber merecido el enojo de los verdaderos apreciadores de tales obras, aunque no haya seguido muy escrupulosamente alguna de las menudencias de Aristóteles, Horacio, Despreaux o Cascales. Si he guardado lo esencial y verdaderamente general de sus observaciones y si La Riada se deja leer sin fastidiar no obstante los defectos que pueda contener y sin duda contiene.

[Plan de la obra en los seis libros]

Paréceme que este «Plan» es bastante seguido, natural y poético para describir La Riada y sus remedios, pero algunos ciegos idólatras de Homero no llevaran quizá en paciencia que yo haya introducido en él algunas deidades de nuevo cuño, tales como Electris y otras que no tuvieron el honor de ser nombradas en la Ilíada ni en la Odisea [2]

Por el contrario, otros mal humorados cejijuntos me querrán culpar porque introduzco en mi fábula el cielo de Homero y de Virgilio. Aquellos que en los finos escritos de una de nuestras mejor cortadas plumas actuales hayan leído y no hayan entendido la Pragmática del Parnaso [3], darán más vigor a esta querella, pero el juicioso autor de tal Pragmática se reirá de ellos a carcajadas, sin embargo de su agraciado sobrecejo.

Si usase yo históricamente del cielo de Homero e introdujese en él una nueva deidad, sería un falsario, pero al usar poéticamente de un cielo poético, trato de una cosa mía y a la cual tengo tan completo derecho como el mismo Apolo. No le tuvieron mayor Virgilio ni Homero para divinizar a quien quisieron que el menor galopín del Parnaso para hacer la apoteosis de quien se le antoje.


Pero ¿para qué usar de esta especie de encantamiento añejo? ¿No hay otros mejores adornos para completar una fábula? ¿Una fábula épica no se perficionará más bien por otros medios? Yo no los conozco. No me agradan las magias de Tasso y Ariosto, ni la artillería paradisíaca de Milton, ni he querido ir a fabricar un San Luis contrahecho, que enseñe herejías obscenas a un héroe, que sabía entonces las bastantes para ser mirado de mal talante por el verdadero San Luis, como hizo Voltaire [4]. Por tanto, me he acomodado con Júpiter, Juno, Neptuno y Minerva como Homero y Virgilio y he dado cuerpo, habla, persona y costumbres a otras cosas, usando de sus mismos privilegios.

Solamente creería haber cometido una verdadera falta si a semejantes nombres les hubiera concedido una existencia que no fuese hipotética o si con ellos hubiese mezclado otros nombres verdaderamente sagrados, como hizo el Homero de las Españas [5].

Sabida verdad es que un poeta y un poema no son otra cosa que un pintor y una pintura. Mas, ¿quién será tan poco inteligente que piense encontrar la perfecta pintura donde no halle la belleza ideal, aquella belleza que se halla en la naturaleza entera, pero no se encuentra en individuo ninguno suyo? Esta misma belleza ideal se debe buscar en los poemas; demuéstrenme, pues, que una vez ha encontrado pintor alguno, por completo que sea, esta perfecta belleza ideal en otra parte que en la naturaleza observada con el telescopio de Homero y entonces comenzaré a pensar que un poeta que busque la misma belleza no necesita, ni debe usar, del mismo telescopio.

Desde que Maron [6] murió han pasado ya veinte siglos y en ellos no pueden haber faltado muchas imaginaciones tan grandes o mayores que la suya. En nuestros días ha llegado el saber a un punto mucho más elevado y acrisolado. ¿En que, pues, consiste que habiendo todas las naciones escrito innumerables poemas épicos apenas hay alguna que tenga uno bueno? Lo siento en esto de un modo raro y quizá otros sentirán como yo.

Los críticos juiciosos fomentan las Letras, pero la turbamulta de los críticos pedantes y charlatanes es tan dañosa en la República de los sabios como los zánganos en las colmenas: cargas inútiles y fastidiosas aun para los mismos que se entretienen con reírse de sus decisiones llenas de ignorancia y malignidad, no son capaces de producir cosa alguna, ni de hablar bien de las producciones de los otros y, como quien busca una cosa en que es muy interesado, andan siempre a caza de faltas ajenas, o ciertas o soñadas, sin saber más que títulos de libros.


Una de estas faltas que tales gentes sueñan encontrar en todos los poemas es la que llaman «falta de invención». Este defecto han tenido tales bichos la avilantez de aplicarle al mismo Virgilio y al Marqués de Ferney. No es, pues, extraño que le apliquen a otros pintores de menos alta esfera.

Ven estos críticos ignorantes muchas menudencias en los poetas posteriores y encuentran otras semejantes en los anteriores y, al punto, deciden que la obra es copia y, por tanto, hay defecto de invención en el escritor moderno. Pero su crasa ignorancia, tan extrema que llega hasta no entender la palabra invención, es la verdadera causa de tan injustas como perniciosas decisiones.

La invención que constituye original al escritor consiste en el todo de la composición del cuadro, en el sistema y correspondencia especial de sus partes unas con otras; no consiste ni puede consistir en estas mismas partes.

Estas partes de cualquiera poema son hechos sueltos que todos deben tomar de la misma naturaleza. Si veinte escriben un mismo poema y todos tienen un modo de observar la naturaleza, todos coincidirán forzosamente en estas partes y los críticos de que hablo pensaran que los diez y nueve posteriores fueron copiantes y faltos de invención.

Pero si todos veinte tienen un modo diverso de agregar y encajonar estas partes de manera que compone cada uno un todo diverso, todos son originales e inventores.

Esto mismo sucede en la pintura: la identidad de las partes no destruye la invencion si el todo es diverso, porque también los pintores deben tomar estas partes de la naturaleza y el todo de su propio fondo.


En despecho de esta verdad temen tanto los hombres de talento el reproche de falta de invención y son tan perniciosos los que hablan de lo que no entienden, que muchos verdaderos sabios se han dejado arrastrar del torrente y cuasi todos los poetas, aun aquellos que se han consagrado a imitar los modelos griegos y romanos, todos han procurado buscar nuevos senderos y disfrazar de mil modos sus imitaciones, temerosos de que les digan «este pedazo es de Homero, aquel de Virgilio; esta no es imitación, que es copia». De zaquí ha provenido el haberse descarriado todos por no perder el nombre de originales y, fuera de que apenas lo ha conseguido alguno, se ha privado el público de muchas excelentes cosas que hubiera tenido a no ser por esta preocupación.

Infiérese a mi parecer de todo esto que una de las principales causas porque tenemos tan pocos verdaderos poemas épicos en lengua ninguna, no obstante que tantos han escrito en todas obras con este título y porque en los pocos que hay se encuentran tan visibles extravagancias es porque se apartaron todos de la senda por donde Homero y Virgilio caminaron al Parnaso, y ninguno ha descubierto otra igualmente derecha. Y acaso jamás se colocara en el templo de la imortalidad poeta ninguno que no vaya por aquel camino.

No es este lugar para desmenuzar estas materias, pero el que las entiende conoce bien los límites, la fuerza y la verdad de lo que digo y el que no las entiende no es capaz de darse por vencido, aunque más se lo explique. Baste añadir que estas y otras muchas son las causas que me han hecho volver a la senda trillada, a lo menos por esta vez que lo juzgué necesario para hacer la fábula más grandiosa y agradable.

Verdad es que no puedo presumir que he conseguido que en La Riada tenga mi patria un poema épico que merezca la futura aprobación de la posteridad, lo cual es la verdadera decision habiéndole yo compuesto en tantos días como años gastó Maron en la Eneida, mas no por eso deja de ser cierto que he puesto cuanto ha estado de mi parte por conseguir que esta obra no sea indigna de la bondad de los lectores.

Como estos no buscarán ciertamente en ella los vestigios del tiempo que se tardó en escribirla sino lo bueno o malo que contiene, no intento que esta circunstancia sirva para disculpar mis descuidos esenciales. Muy lejos de esto, creo y confieso que habría hecho mucho menos si hubiese gastado en esta composición mucho más tiempo. Se hubiera resfriado así el entusiasmo que causó la inspección de lo que describo.


Pero he creído hacer oportunamente esta advertencia para que se me perdonen ciertas cosas muy menudas que solamente se pueden corregir con sosiego y tiempo y lima. Si la sustancia y composición total de este lienzo pudiere merecer algún día una segunda edición [7] y no fuere condenado a morir en compañía de la Poncella de Chapelain [8], podrá entonces presentarse sin versos asonantados, sin consonantes muy repetidos y sin otros semejantes lunares. Sus versos podrán quedar más bien cortados, más armoniosos y con mejor canturiapodrán sustituirse voces enérgicas y escogidas a otras más flojas y triviales y podrá examinarse si convendrá dejar mayor número de versos sueltos, o dar consonantes a los que no le tienen. Todos estos defectos, si lo fueren, son tales que no debo correrme de no darlos corregidos en tan breve tiempo porque pocos dias no bastan ni aun para observarlos, y no consiste en mí, sino en las circunstancias del asunto0, el haberle de publicar con tanta brevedad. Pero nada de esto puede alterar el mérito o demérito sustancial de una obra de invención y la presente, con esto y sin esto, será igualmente digna o indigna de la indulgencia pública.


No dudo que la favorezcan en algún modo las circunstancias de la materia y la intención con que aquí es tratada. Esta intención se reduce a perpetuar la memoria de los que en esta grande aflicción se han esmerado en procurar el alivio de sus conciudadanos a costa de sus riquezas, de sus esmeros, de sus fatigas y de sus peligros perpetuando también las providencias que surtieron buen efecto y pueden servir de ejemplar para otras.

Si esta ciudad en los tiempos antiguos hubiera tenido todo el esmero que en estos últimos han prevenido y en esta ocasión han mostrado sus actuales miembros, sin duda no hubiera sufrido en otras riadas tantas desgracias como refieren sus tristes relaciones. 

[Relación de catástrofes sufridas por la ciudad de Sevilla]

Ya que yo no puedo ni explicarlo dignamente, ni referir los nombres de tantos bienhechores públicos, parte por ser tantos, parte por ignorar los nombres de algunos, ruégoles que reciban a lo menos esta obrilla como un público testimonio del aprecio con que admiro el heroico celo de su magistrado y la ilustrada beneficencia de tantos patricios que, al esmerarse para libertar a sus compatriotas de los riesgos y las incomodidades que los han acometido, ora sea por efecto de las circunstancias locales de su pueblo, ora por la falta de esmero, que en todas partes es tan propia de tiempos más antiguos y menos ilustrados, se han mostrado tan superiores no solamente a sus predecesores, sino a todos los elogios.

Oigan entretanto todos estos ilustres padres de su patria la voz de más de doce millones de españoles que, por el débil instrumento de mi boca, les dan las más cordiales gracias de haber conservado las vidas de sus compatriotas y les ofrecen una heroica imortalidad mucho más apetecible que la que se consigue inundando de sangre humana las provincias.

Estas circunstancias me añaden el consuelo de creer que tan activos bienhechores contribuirán con todos los esfuerzos posibles a corregir los efectos de los descuidos, que no han estado en su mano, ni son remediables sino a costa de más expensas y años que los que hasta aquí han consumido, y pondrán su muy ilustre ciudad en un estado tal que no tenga que temer otra vez semejante calamidad.

Esta idea me llena de gozo y ha sido una de los principales objetos de este poema, al cual he añadido algunas notas para que los incidentes que en el verso se apuntan puedan ser mas fácilmente entendidos de todos.

  1. Se refiere a Voltaire (1694-1778) y su poema la Herniade de 1728 y al alemán Klopstock (1724-1803), famoso por Der Messias (La Mesiada). 
  2. La epopeya de Trigueros cuenta con dioses de su invención tales como Electris, Fulgor y Tormentoso que, en cierto modo, fueron tolerados por Jovellanos e Iriarte, pero causaron la crítica de Forner en su conocida Carta de don Antonio Varas al autor de La Riada, sobre la composición de este poema | Biblioteca de la Lectura en la Ilustración (bibliotecalectura18.net).
  3. Se refiere a las Premáticas compuestas por Francisco de Quevedo que aquí relaciona a su vez con el también quevediano Parnaso español que editó en 1648 José González de Salas.
  4. Se trata de uno de los reproches que se hiciera a Voltaire respecto de San Luis como así lo recoge el Adad Nonote en su obra Los errores históricos y dogmáticos de Voltaire, impugnados en particular por Mr. el Abada Nonote y traducidos al español por el R. P. M. Fray Pedro Rodríguez Morzo, Madrid: Pedro Marín, 1771, p. 132. El abad Nonote recrimina a Voltaire que no tuviera en cuenta el aprecio de los sarracenos a San Luis.
  5. Apelativo por el que se conocía a Góngora.
  6. Publio Virgilio Maron o Marón, autor de las Geórgicas.
  7. No consta que La Riada se reimprimera o reeditara. 
  8. La Pucelle de Jean Chapelain (1595-1674), poema épico dedicado a Juana de Arco que se publicó en 1656.